No soy una persona de deportes. No veo los olímpicos, veo los mundiales como un pretexto para reunirme con mi familia a gritarle a un televisor, y lo único que me separa de un estilo de vida sedentario es irme tres veces a la semana a montarme una hora en una caminadora del gimnasio del barrio. No entiendo muchos de los deportes, era (soy) la pelada que siempre recibía balonazos en el colegio y la última opción cuando hacíamos equipos en educación física. Mis acercamientos a los deportes han sido casi nulos, y ese fue el determinante de esta reseña.
No me gustan los deportes, pero me gustan las personas, y el deporte es, por excelencia, la mejor forma de crear comunidad. Creo que fue eso el factor principal de querer acercarme a este texto, ello y uno de los consejos vagos, pero poderosos, que todxs recibimos alguna vez: animarnos a probar algo que creeríamos odiar, así sea para rectificar ese odio (y darle legitimidad) o cambiar la tuerca un poco.
El libro abre una puerta a un episodio icónico: la pelea entre Ernest Hemingway y Morley Callaghan. Dos escritores que subieron al ring no solo a intercambiar golpes, sino a medir su temple, su orgullo y su narrativa física. Hemingway, el amante de los toros, los safaris y el boxeo, entendía el combate como una extensión de la vida y la escritura: directa, sin adornos, donde cada golpe tiene peso. Ese eco resuena a lo largo de esta obra, que usa el boxeo como un lenguaje universal, un arte de cuerpo y alma.
El protagonista de Si boxeara con Hemingway perdería por nocaut es uno de tantos. No tiene talentos extraordinarios, cae en la procrastinación y, de hecho, como boxeador deja que desear (dicho por una persona que nunca ha visto ni practicado el deporte…), y es precisamente en esa medianía que comprendemos la absoluta devoción que este siente hacia el boxeo. No lucha por títulos ni por la gloria; pelea porque el cuadrilátero es su forma de existir. Es su confesionario, su campo de batalla, su lenguaje. Su grandeza no radica en la habilidad técnica, sino en su convicción. El boxeo, para él, no es solo un deporte; es una filosofía, una forma de comprender el mundo y, sobre todo, comprender la literatura. Lo consumen, lo vuelven loco, lo enferman. Son cuna de sus tristezas y su locura, porque ambas requieren una entrega total, ambas exigen que te expongas sin reservas. En el cuadrilátero, igual que en la página en blanco, no hay espacio para esconderse.
El boxeo, como la literatura, son dos formas de contar historias, dos territorios donde se enfrenta la vulnerabilidad humana. Ambos requieren una entrega absoluta, un cuerpo desnudo ante el mundo, dispuesto a arriesgarse a ser destruido, a ser devorado y a ser contado. Son espacios donde el hombre se enfrenta a su destino, en lucha constante, sin escudo ni telón de fondo, y donde, al final, son la última apuesta.