Hablar de Mariana Enríquez es hundirse en las entrañas mismas del punk literario, un nuevo rostro de la narrativa argentina que distorsiona y envuelve la realidad en un velo de espectros con una brutalidad arrolladora. La autora, en una entrevista para la Fundación Medifé, define sus relatos como un conjunto de biografías robadas. Es en ese instante cuando su obra toma plena conciencia, lo que la hace aún más inquietante, un horror que se alimenta de la vida cotidiana.
Nacida en 1973, la existencia de Enríquez estuvo marcada desde su infancia por los eventos convulsos que sacudieron a Argentina. Creció rodeada de la putrefacción, literalizada en el Riachuelo, un río contaminado que bordeaba su hogar y emergía como un reflejo de esos años de violencia y dictadura. La joven Mariana recorría su barrio, caminaba entre talleres abandonados, se cruzaba en los andenes con los rostros palidecidos de trabajadoras sexuales y esquivaba a los fantasmas humanos, seres intoxicados que vagaban por las calles. Habitaba a la defensiva de un mundo que, ¿cómo no?, la asfixiaba. Olas de desapariciones, cuerpos masacrados, enfermedades que roían y arrastraban a jóvenes a penas interminables, a tumbas prematuras, rostros conocidos que se desdibujaban en la memoria, víctimas de una violencia política, social y policial. De un abandono de la misericordia del mundo.
El siniestro no habita solo en el espectro bajo la cama, el siniestro habita en el policía que hace una puesta de escena sobre la desaparición de un estudiante y luego la cambia, y luego y luego la cambia hasta distorsionar la realidad.
Lxs desaparecidxs en democracia, la mujer violada, el habitante de la calle torturado, la adolescente cuyo aborto clandestino la dejo tirada desangrada en la calle, el infante raptado, las vidas perdidas, la malicia humana, ese es el comienzo del siniestro: la realidad.
Los peligros de fumar en la cama nos arrastra sin compasión hacia ese siniestro que habita en las grietas de la realidad, esa realidad grotesca y paralizante que devastó a una generación y cuyos ecos aún resuenan, perturbando y asfixiando a las generaciones actuales. Esta obra no es solo un relato; es una denuncia implacable, una memoria robada que late como un corazón aterrorizado. Es un cuerpo palpitante, deseoso y, al mismo tiempo, atemorizado por la naturaleza misma que lo engendra y lo consume.
Mariana Enriquez teje en esta obra una pieza clave del horror contemporáneo, una que se adentra en las profundidades del terror más visceral. Con maestría, toma elementos del espiritismo y la brujería para revestir memorias usurpadas, recreando los casos más escalofriantes que la vida real ha producido. Pero la verdadera genialidad de Enriquez radica en su habilidad para cuestionar la fuente de este horror: ¿proviene de los espectros que susurran en sus cuentos o de la naturaleza humana misma, que se revela en ellos?
Enríquez no solo nos enfrenta a lo sobrenatural; nos enfrenta a nuestra propia existencia, a esa naturaleza insaciable y cruel que acecha en cada esquina, en cada pensamiento. Los peligros de fumar en la cama no es solo una colección de historias, es una invitación a mirar de frente el abismo que se esconde bajo la superficie de lo cotidiano, un recordatorio de que el verdadero horror no reside en lo que imaginamos, sino en lo que realmente vivimos.
La trama de Ni cumpleaños ni bautismos no solo nos lleva a los rincones más oscuros de la obsesión humana, sino que también explora el abismo en el que la sexualidad se convierte en una fuente de horror y repulsión. Dos jóvenes, consumidos por su fascinación hacia las cintas de contenido gore, encuentran una oportunidad macabra: filmar a una joven mártir atrapada en su propia habitación, donde una presencia oscura y aterradora la somete a torturas autoimpuestas.
Desde el principio, la historia desnuda la naturaleza humana en su forma más grotesca, revelando cómo el morbo y la curiosidad hacia el sufrimiento ajeno pueden convertirse en una obsesión enfermiza. Los chicos, inicialmente atraídos por la posibilidad de documentar algo más perturbador que cualquier cinta que hayan visto, se ven atrapados en una espiral de fascinación hacia la mártir. Ella, convencida de estar poseída, lleva a cabo actos de automutilación y flagelación, despojándose de cualquier rastro de humanidad mientras somete su cuerpo a tormentos inimaginables.
El horror de la historia radica en la brutalidad con la que la naturaleza humana se revela. La joven, en su delirio, ataca no solo su cuerpo, sino también su deseo sexual y su propia espiritualidad, como si purgarse del deseo fuera la única forma de redención. Su sexualidad, en lugar de ser una fuente de placer, se convierte en un campo de batalla, un territorio profanado donde la tortura y el repudio se entrelazan hasta volverse inseparables.
La repulsión hacia la sexualidad se manifiesta en cada uno de los actos que la joven se inflige, como si su propia carne fuera el enemigo que debe ser conquistado y destruido. Los chicos, que al principio se acercan con una mezcla de curiosidad y deseo, se encuentran atrapados en una red de horror y repulsión, donde la fascinación por lo prohibido los lleva a deleitarse en la degradación de la mártir. Su placer se alimenta del sufrimiento que contemplan, alcanzando una perversidad que cruza todos los límites morales.
Chicos que faltan sumerge al lector en el abismo más oscuro de la tragedia humana, donde la desaparición de jóvenes, los feminicidios de niñas y adolescentes, y la brutalidad que azota a los más vulnerables se convierten en un eco constante de dolor y desesperanza. Nos recuerda la angustia de aquellos que alguna vez salieron a jugar y nunca regresaron, o peor aún, que sí regresaron, pero como sombras de lo que fueron. Estos cuerpos, aunque físicamente presentes, son solo cáscaras vacías, seres sin alma que han perdido todo rastro de humanidad.
La historia sigue a una investigadora, una mujer implacable y dedicada que ha pasado su carrera desentrañando los casos más brutales de la historia argentina. Su trabajo la ha llevado a explorar el tráfico y explotación de menores, un mundo sombrío regenteado por misioneros corruptos, y el caso de una joven adolescente desaparecida. El último rastro de esta chica es un video que circula en la red, una grabación espantosa en la que se muestra su brutal asesinato a manos de dos hombres que la someten a torturas inimaginables. Este caso se convierte en una obsesión para la investigadora, marcándola profundamente. Sin embargo, un día, la realidad se distorsiona en una pesadilla aún más grotesca. La investigadora despierta con la noticia de que la chica que había visto morir en ese video, ahora está viva. Pero no está sola; junto a ella, otros niños y jóvenes desaparecidos, dados por muertos, han regresado a sus hogares. Estos seres, aunque tienen los mismos rostros que aquellos a quienes alguna vez se lloró, ya no son las mismas personas.
Aquí es donde Enríquez hunde el bisturí en lo más profundo del duelo y el dolor. El regreso de estos jóvenes, esos cuerpos ahora habitados por una ausencia palpable, no trae alivio, sino una violencia aún más desgarradora: la doble muerte. La primera, brutal, en el instante en que fueron arrancados del mundo, despojados de su vida de la forma más cruel. La segunda, más perversa, cuando sus cuerpos vacíos vuelven, como cascarones huecos, espectros que ya no les pertenecen. Esos cuerpos, una vez cálidos y amados, ahora son prisiones de carne muerta, objetos que recuerdan lo que ya no está, lo que nunca podrá ser.
Los padres, que han soportado el horror de la pérdida, se ven confrontados con un tipo de tortura más monstruosa: sus hijos han vuelto, pero no como esperaban. El duelo aquí no es una aceptación, no es un proceso de sanación, sino una herida que se gangrena, que se retuerce y supura al ver esos cuerpos moverse, caminar, existir sin vida. No son fantasmas, pero tampoco son humanos. Son cuerpos profanados, sombras animadas por una ausencia que se hace palpable en cada mirada vacía, en cada paso sin propósito. Ya no hay vida en ellos, solo un eco hueco de lo que alguna vez fue.
Este regreso físico de los hijos no trae paz; solo profundiza la herida, desgarra el corazón de los padres que, en su desesperación, finalmente los abandonan. No pueden soportar la fría realidad: lo que ha regresado no es su hijo, es una presencia siniestra, una burla de la vida misma. Estos seres deambulan, observados con horror y repulsión, mientras los padres aceptan, con dolor insoportable, que lo que una vez fue suyo, lo que alguna vez amaron, ha desaparecido para siempre.
El cuento nos enfrenta con la crueldad del duelo inconcluso, con la visión macabra de un regreso que nunca debió suceder. El horror aquí no viene de lo sobrenatural, sino de la profunda perversidad de la naturaleza humana. En lugar de consuelo, lo que los padres encuentran es una agonía que nunca cesa, porque el regreso físico de sus hijos es solo una prueba más de que lo que realmente perdieron, la esencia de sus seres queridos, ha sido destruida sin posibilidad de retorno. El regreso de los cuerpos no es un triunfo, es una condena. Una condena para aquellos que quedan, aquellos que enfrentan y confrontan a una versión grotesca y vacía de lo que una vez fue su ser querido. Es una reflexión sobre la desesperanza, el dolor interminable, y la crueldad inherente en la pérdida de aquellos que, aunque físicamente presentes, ya no pueden volver.
Los peligros de fumar en la cama es un testimonio de esa realidad asfixiante, donde el siniestro se manifiesta en la putrefacción del entorno, en los cuerpos vacíos de desaparecidos que regresan sin alma, y en los actos más cotidianos que revelan la brutalidad de la naturaleza humana. Enriquez teje un terror contemporáneo que se nutre de la historia de Argentina, de las heridas aún abiertas de una dictadura que nunca se fue del todo, y de las memorias robadas de quienes ya no están.
La obra nos enfrenta a un horror que no podemos evitar: la vida misma es lo que nos devora. El verdadero monstruo no es el que se oculta en las sombras, sino el que se sienta a nuestro lado en el bus, el que pasa frente a nuestra ventana, el que habita en nosotros. Con brutal honestidad, nos recuerda que el verdadero terror es estar vivo, rodeado de la inevitabilidad del sufrimiento y la certeza de que, aunque los muertos regresen, ya no hay salvación.
Por Juanita Arango