A mitad de El atajo hay una frase que revela para mí todo su sentido: “asumí el viaje con la convicción de ganar un porcentaje por cuenta del servicio humanitario, pero me vestí con una realidad que no se podía contar en primera persona”. Esta es una novela escrita en primera persona y es esta contradicción aparente lo que hace que esa afirmación sea fundamental.
En apariencia, se trata de una historia simple: una mujer nos cuenta que, por necesidad económica, acepta hacer unas tutorías y viajar a unos municipios del Pacífico nariñense para implementar un plan de lectura. En otras palabras, se trata de llevar la letra civilizadora a esos lugares recónditos donde la Ilustración no ha logrado llegar. La narradora expone su plan: Alicia, Pinocho, Caperucita, los clichés de siempre, serían una aproximación segura —porque quién no se gozaría la historia de una niña europea que al entrar en el espejo puede plantear todas las paradojas lógicas de su época…—. Sin embargo, en las primeras páginas entendemos que no va a ser tan fácil:
Pedimos algún documento que nos acreditara como tutores, no fue posible. Se nos dijo que podía ser contraproducente decir que se iba de parte del Gobierno. La entidad sin ánimo de lucro tampoco expedía un carné. […] Alguien a manera de chiste pidió tres credenciales: una para la guerrilla, otra para los paramilitares y otra para los militares oficiales del Estado. Y la mujer que nos orientaba: ¿Cómo saber con quién se va a encontrar?
Esta condición de incertidumbre marcará el derrotero de toda esta experiencia. La imposibilidad de saber la identidad del interlocutor disipa también la propia. Vivir ese territorio como un ser anónimo, siguiendo un libreto que sostiene un discurso abstracto en el que no es posible reconocerse, es lo que, a la vez, asegura la vida, pero convierte al cuerpo en una marioneta, en un ser manipulado imposibilitado para tomar una decisión propia. Cada interpelación, cada alocución remitirá a una página de dicho libreto prefabricado; una normalización del discurso de la violencia que obliga a las personas a representar un papel para sobrevivir y permanecer en un territorio expropiado que pueden habitar solo con la condición de negar su identidad. Entonces, ¿quién habla?, ¿quién cuenta este relato, si a esta narradora se le impuso la obligación de no ser? ¿De quién habla, si los únicos que pueden nombrarse “con propiedad” y tienen identidad son aquellos que empuñan las armas?
La disputa por el territorio es también la disputa por los cuerpos que lo pueblan y los discursos que se pronuncian. El control lo tiene quien impone sus signos y sus enunciados. En el contrapunto planteado por la trinidad Estado-paramilitares-guerrilla no hay espacio para la sinceridad; todos son sospechosos de ser el enemigo, el enunciado prohibido. Así, la confrontación no se queda en las bombas que explotan en el río o en las balaceras que ocurren en cualquier momento; se traslada a los gestos, a las miradas, a cada frase pronunciada. Un campo de guerra que mezcla y entrecruza lo material y lo simbólico. De ahí que un cuerpo desmembrado pueda ser la consecuencia de un nombre pronunciado a destiempo.
No obstante, el territorio parece buscar la forma de expresarse en los cuerpos y los convierte en evidencia del horror: “niños como radiografías”, hombres y mujeres mutilados, rostros como ruinas. Pero sobre todo el cuerpo de la extraña, de la extranjera que se transforma en dolor: una rodilla derecha que se niega a avanzar; un oído izquierdo que es infectado por el sonido de la guerra y del abandono. Es esto lo que pareciera quebrar el uso de la palabra de la narradora en dos: por una parte, la descripción del estado de cosas escrita en letra redonda; por otra, una palabra inconsciente y en cursiva que parece captar, intuir, ver mucho más.
Las víctimas del conflicto no tienen voz, no son escuchadas. Huyen del horror, de la crueldad, y en el mejor de los casos logran abandonar ese territorio en que los niños tienen como motivo de alegría que un grupo de personas logre pasar un retén sin ser asesinado. Esto es lo que ha visto y ha escuchado esa narradora. Ella se ha convertido en testigo de aquello que no existe en los registros del Estado o de los grandes medios de comunicación. En este sentido, esa primera persona en la que parece estar contada esta historia, más que un yo o un nosotros, es un ellos y ellas, es un ello, un ocurre. Construir a través de la narración el recuerdo de esos invisibles que hasta ahora no han existido para nosotros, pero que están ahí.
“Me tomo el derecho a tener memoria”, frase con la que se cierra el epígrafe, es una declaración de la necesidad de construir un relato en el que aquellos marginados tengan cabida. Tomarnos este derecho implicaría la reconstrucción de lo que somos con base en aquello que hemos decidido obviar u olvidar de nosotros mismos. Pero ¿cómo tener memoria de aquello a lo que ni siquiera se le reconoce su existencia? Me atreveré a decir que es aquí donde se renueva el papel de la literatura: pasa de ser herramienta de normalización, de sujeción, de Ilustración, para convertirse en testimonio de lo ignorado, de lo que se ha dejado por fuera de la memoria*.
El atajo de Mary Yolanda Sánchez, Himpar editores, 2019.
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*Camilo Moncada. Filósofo, Literato y editor académico.