Sobre "El atajo" de Mery Yolanda Sánchez. Himpar editores, 2019.
Casitas dobladas por la pobreza, así las describe la protagonista. Por los lares de El Charco, Santa Bárbara de Iscuandé y La Tola hay gente que vende coca, pomarrosa y el chance. Cada lugar es un pueblo olvidado por el Estado. Allí la gente le obedece a militares, guerrilleros y paramilitares. Los habitantes están lejos del centro, pero hasta allá les llega la ponzoña que se esparce desde la mala administración del centro. Por el río bajan cuerpos henchidos de olvido, a los niños les usurparon la infancia y los habitantes han muerto al menos tres veces; pero, como dice la protagonista, todos son gente amable y las calles están limpias, como si los buenos modales borraran la sangre y la desidia.
Ilustración de Yessica Chiquillo
La protagonista, de la que nunca sabemos su nombre, permite que podamos identificarnos con ella en la medida en que compartamos las siguientes cualidades: letrada, andina y con la convicción de que la lectura puede transformar vidas. Sin embargo, tal discurso no logra afianzarse en la gente que tiene que contar las cabezas que bajan por el río y que está acostumbrada a despedir a los soldados que van a inmolar su carne o a buscar carne enemiga para exhibirla como trofeo. Junto con la protagonista recorremos la selva y los manglares como si camináramos sin tocar la tierra; mientras tanto, se escuchan los reclamos de las madres comunitarias que pierden interés en la promoción de lectura cuando se enteran de que no habrá pago. Allí la gente no necesita libros sino milagros.
Comprendemos hasta cierto punto la inutilidad de aquella misión cultural cuando el país lleva muchos años convertido en una llanura llena de ánimas. Pareciera que el arte es un consuelo de citadinos con plata. Porque cuando ya se goza de los derechos fundamentales, se puede pensar en literatura. Una cosa es vivir en carne propia la violencia y otra cosa es hacer de la putrefacción de la carne un poema.
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