Narrar entre silencios, un comentario crítico del poemario "Sembré nisperos en la tumba de mi padre"

Crítica literaria Himpar editores Johanna Barraza Tafur

Por A. Juliana Enciso

El silencio es el límite de lo incierto. En su risco la razón retrocede ante la inconmensurabilidad del evento: el océano, la profundidad de la montaña, el vacío. Cuando encaramos a una viuda, a quien ha perdido todo en un desastre natural, a los familiares de los asesinados o a la madre con su bebé recién nacido en los brazos, el silencio cubre esos metros que nos separan del otro ser humano abierto en su dolor y su alegría por la vida. Repetimos incansablemente que no hay pensamiento sin lenguaje con la esperanza retórica de que la palabra reproduzca el gran espectro de la experiencia. Contraria a la creencia occidental, para los maestros del budismo chan y zhuangzi es solo cuando la palabra se une con el silencio que el lenguaje realmente adquiere toda capacidad expresiva. Para que ese decir se des-absolutice del dualismo entre el silencio y el lenguaje hay que revolverse las vísceras, el pasado y los vínculos. Para que un poemario cree silencios honestos, estremecedores, como precipicios, hay que tomar el riesgo de destruir el cerco seguro de un yo estable, luminoso y conforme para llegar a la entraña y desde ahí extraer la experiencia más humana de sí mismo. En la humanidad profunda es donde la expresión personal bordeada por el silencio adquiere el potencial de lo colectivo. A fin de cuentas, lo humano es muy similar en todos nosotros: morir, nacer, amar y temer en el medio de esos bordesSembré nísperos en la tumba de mi padre de Johanna Barraza Tafur alcanza ese potencial expresivo.

Su meta de “decir lo que nadie se atrevía a decir” sobre el asesinato de su padre al sur de Barranquilla se traduce en un libro elegiaco narrado por las ausencias y los silencios. El libro ha sido recibido por la gente de su barrio como “una manera distinta de hacer justicia” y un acto de reparación colectiva frente a la impunidad estatal respecto a los asesinatos de miembros de su comunidad. 

El libro compuesto por cuarenta poemas dialoga con propuestas como El padre de Sharon Olds y la de María Mercedes Carranza en El canto de las moscas: versión de los acontecimientos, en la que la preocupación por lo colectivo se plasma en la notación de escenas de lugares de masacres y asesinatos impunes en Colombia a finales de los ochenta e inicios de la década del noventa. La crítica ha descrito el trabajo de esta autora afrocaribeña como una propuesta de resiliencia a partir del lenguaje (Schweizer) y a sus poemas como “pequeñas detonaciones frente al ojo del lector”, en el escenario de la violencia social colombiana (Delgado). 

En nuestros talleres de lectura crítica los lectores lo describieron como “impactante, íntimo, desgarrador y contundente”. Para Mauricio González, asistente al taller Aproximación a Sembré nísperos en la tumba de mi padre, “es de esos libros que uno siente muy cercano porque me habla sobre mi gente, los animales, los hombres y mujeres con los que crecí”. Asimismo, para Adriana Valera la experiencia de leer y discutir la poesía de Barraza Tafur fue sanadora al darle nombre a lo innombrable, en este caso al duelo y la experiencia contradictoria de amar y odiar a los muertos personales dentro de los contextos de desigualdad y violencia de género. La poeta María Tabares, otra de las asistentes al taller, reflexionaba sobre cómo la erotización de la figura del padre y el horror con el que es descrito por su carácter violento y abusador es un referente para pensar nuestros modelos afectivos en Colombia. Una colectividad que públicamente aborrece la violencia, pero que en sus modelos íntimos la idealiza como el patrón de la masculinidad y el poder.

Dentro de esa experiencia catártica de analizar y leer colectivamente este poemario, en el equipo Aluvión nos preguntamos por qué el libro de Barraza Tafur tuvo (y tiene) esa gran capacidad de afectación entre los asistentes al taller. Sus temas no son nuevos dentro de la tradición literaria colombiana contemporánea. Este poemario responde a la corriente de escrituras sobre el conflicto armado que busca la recuperación de la memoria colectiva y el reconocimiento de las voces silenciadas a partir del poder evocativo y de visibilización de la literatura. Entre las autoras y autores contemporáneos de este subgénero tenemos voces como las de Piedad Bonnet, Mery Yolanda Sánchez, Luz Helena Cordero, Lucía Estrada, Henry Alexander Gómez, Fredy Yezed, Beatriz Atrías, entre otros.

Sin embargo, uno de sus grandes atributos no es lo que dice su palabra, sino las ausencias y los silencios que convocan la narración de los hechos familiares y personales. Ejemplo de lo anterior es el siguiente poema: 

En mi casa se cuelgan 

cuadros de familiares muertos,

se mezclan con los vivos

y aunque las paredes

empiezan a agostarse

decirle a mamá que los quite

no es una opción. (33) 

La imagen de la pared llena de fotos de muertos es la analogía de la experiencia social de ser colombiano en los barrios populares o estar vinculado a las causas sociales y ambientales: son tantos los muertos que, así como sucede con la pared descrita por la imagen del poema, el espacio para la vida y los vivos es cada vez más reducido. Los lectores nos desgarramos entre las brechas cada vez más angostas entre retrato y retrato en la genealogía personal y social. La madre de la voz poética es la memoria nacional de todos los que se resisten a dejar en el anonimato a aquellos y aquellas que han sido asesinados y sus criminales han quedado en impunidad (“decirle a mamá que los quite/ no es una opción”). El silencio en la escena propuesta grita una de las grandes contradicciones colombianas respecto a la urgencia de la reparación de las víctimas de nuestra violencia social: sabemos que es necesario gritar sus nombres, no olvidar sus rostros y la causa de su muerte. Sin embargo, cuánto quisiéramos detener el conteo de la muerte y tener una pared con más espacio para nuevas fotos en mejores condiciones vitales. Empatizamos con la escena planteada por Johanna por el sentimiento colectivo de impotencia al ser nacionales de un país en constante desangre. El poema, como el ángel de la historia, señala hacia el inapelable hecho de vivir en una nación de fosas comunes. 

Otro elemento que intima con los lectores son los silencios del horror delineados por Barraza, en particular en la experiencia de ser mujer en el Caribe colombiano. Hay en el no decir, en la ausencia de sustantivos para enumerar la experiencia cotidiana del miedo, la sombra necesaria para dar volumen a cada una de las viñetas de este poemario y permitir el ingreso a los poemas desde la experiencia personal latinoamericana. Cuando la voz poética reflexiona:

[…] Temo a las palabras que no se dicen,

a que exista algún dios

 y por las mujeres de mi familia

que corren peligro cada día

por no tener un hombre en casa.

Temo por mi origen y mi final

sabiendo que lo que me aterra

me define. (40) 

No sabemos con precisión cuáles son las palabras “que no se dicen” y cuáles son los peligros de esa casa de mujeres sin hombres a los que se refiere puntualmente la voz poética. Pero como lectores y lectoras nacidos en una sociedad machista, donde las mujeres siguen siendo objetos para el consumo de los patriarcas y sus hijos, conocemos cuál es el peso de esos verbos no escritos: la ausencia de palabras concretas para describir el miedo a morir consumidas (como nuestras ancestras) por el secreto de las violencias terribles sufridas en carne propia o el horror a la violación de nuestras casas por ser consideradas objetos de pillaje. El poema no los nombra, pero los y las lectoras percibimos esa ausencia de palabras exactas para nombrar el miedo. El poemario es conmovedor, es íntimo, porque las ausencias y los silencios que nos sugiere la autora, dan profundidad a la historia de ser y vivir en un cuerpo y una piel que todos conocemos, en particular las mujeres, no solo en el Caribe colombiano sino en Latinoamérica.

El último elemento, que lo hace tan desgarrador, es su lenguaje que delinea los silencios y las ausencias del escenario emocional, de la “gente de a pie” de la región. Según Peggy Phelan, lo ausente es una presencia en sí que delimita con su espectralidad nuestras representaciones, el habla, los cuerpos que pueblan nuestro universo personal. En el poemario de Barraza estas ausencias y sus silencios dan relieve a este mundo de salitre, mirlas, caporos (iguanas machos), yeguas y palos de níspero donde las mujeres aman y odian a sus hombres y la sangre nunca tiene justicia, aunque todos conozcan el nombre del sicario. Desde su ángulo de la expatriada, la que dice “si vuelvo a mi país seré prisionera/ y cada morada transitoria” (45), consciente de que las ausencias se pueden bosquejar mejor cuando se está en libertad, uno de los poemas más contundentes en el manejo de los silencios y la ausencia es el del relato de la visita de la fiscalía:

Al día siguiente

un agente de la fiscalía 

llegó temprano a mi casa,

mi madre y yo lo atendimos.

Ustedes saben 

quién orquestó todo,

quiero ayudarlas, dijo 

mientras tomaba

el agua de maíz 

que le serví.

Señor agente,

usted también sabe quién fue, 

así como sabe

que si digo la primera letra

de algún nombre,

mis hijas y yo

estaremos muertas en una hora, 

contestó mi madre sin titubear.

El señor se levantó,

nos estrechó la mano,

se fue y nunca más volvió.

Por la noche, 

una patrulla de la policía

pasó por todo el barrio

diciendo el nombre del asesino

y ofreciendo recompensa 

a través de un megáfono. (23)

Como en Crónica de una muerte anunciada de García Márquez (o las tragedias de Esquilo), todos saben quién es el criminal. La diferencia es que la tensión narrativa gira alrededor de un ausente que es centro del intercambio de silencios entre el agente, la madre y la voz poética. El poema nos estremece porque es el relato atemporal de la impunidad. Nos recuerda la premisa de la supervivencia en Colombia. Para sobrevivir hay que callar; jamás llamar por su nombre y apellido a los criminales, aunque estén a la vista de todo el mundo y se paseen en moto cada noche frente a nuestra casa. Sin embargo, el intercambio de silencios entre el agente de la fiscalía, la madre y la voz poética es ensordecedor. La presencia liminar de la justicia ausente y el peso de la amenaza en el contexto colombiano nos gritan en el transcurso del poema. Cuando la madre dice “[s]eñor agente, / usted también sabe quién fue, / así como sabe/ que si digo la primera letra/ de algún nombre, / mis hijas y yo/ estaremos muertas en una hora”, cada uno de nosotros puede recordar esa frase que ha marcado en las familias colombianas la historia de un éxodo o una pérdida violenta. Su trabajo nos desgarra porque trae de las sombras a los fantasmas que demarcan el contorno de nuestra representación colectiva y personal. En el revés de su decir está la raíz de un síntoma social que nada tiene que ver con la alegría y la expresividad con la que los colombianos solemos “vendernos”. Este poema es un corolario de la historia personal y social de una colectividad definida por el desasosiego y la amenaza vigente de la muerte violenta si se nombra a los culpables o se llama a las cosas por su nombre en público. 

La experiencia sanadora y contundente del poemario de Johanna radica en su habilidad de hacer tangibles los silencios y las ausencias que nos definen en el espacio cotidiano. Su excavación y el riesgo tomado por ella de transgredir la privacidad de su experiencia de duelo para darle cuerpo “a lo que nadie se atrevía a decir”, logra su cometido. En los silencios enmarcados en sus palabras los lectores nos hallamos en casas y terrazas donde hemos amado y maldecido nuestra raíz. En la humanidad más profunda y secreta de los colombianos, su decir sin decir nos permite sentir el duelo, lento y hondo por un país-padre que devora a sus hijos. Un hogar que no es dulce y tampoco seguro para los hombres y las mujeres de esta tierra de calor abrazador. Debe ser por eso que sus silencios resuenan como mantras en nosotras y nosotros junto al árbol de níspero abaleado que es tumba y sombra del padre.

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A. Juliana Enciso: Ensayista, poeta, Ph.D en Literatura hispánica y estudios culturales, directora del proyecto Aluvión de crítica literaria del Caribe Colombiano. 

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